“…La educación debe forjar a personas que comprendan
y sepan intuitivamente, en su mente, su corazón y todo su ser,
el valor irremplazable de los seres humanos y del mundo
natural.
Tengo la convicción de que esa clase de educación
corporifica la lucha eterna de la civilización humana
para crear un camino certero hacia la paz…"
(IKEDA, Daisaku: "No más asesinatos",
Tú puedes cambiar el mundo, Asahi Press, Tokio, 2002, pág. 139
Años
de trabajo con docentes desde el acompañamiento en su quehacer pedagógico han
venido inquietándome acerca de mi propio rol en ese acompañamiento: ¿Cuál es mi
función? ¿Qué puedo aportar a la labor docente? ¿Cuál es mi intencionalidad al
acercarme a un aula de clase? ¿Cómo aprovechar al máximo la posibilidad que el
cargo de asesor me brinda al contar con la escucha del docente?
Sin
dudas entrar al aula de clase trae consigo la responsabilidad de intencionar
las visitas para posibilitar transformaciones y en virtud de esa
responsabilidad las transformaciones propuestas no deberían estar centradas
exclusivamente en el quehacer pedagógico sino que deberían apuntar finalmente a
la construcción de una sociedad más equitativa, justa y democrática que brinde
posibilidades puntuales de desarrollo de quienes la componen, como bien expone
Cullen (1997)[1]
“…Educar debe ser una acción social
justa, porque equitativa y solidariamente busca socializar mediante el conocimiento
legitimado públicamente…”.
Necesitamos entonces formar
ciudadanos capaces de afrontar las demandas que el medio les plantea con
coherencia entre el juicio y la acción, ciudadanos con criterio y valores
morales y espirituales que puedan construir una sociedad más humana. Por
otro lado, se afirma en muchos ámbitos que la escuela está siendo rebasada por
la realidad en tanto que los conocimientos allí adquiridos cada vez se
relacionan menos con la vida diaria, enfrentándose a grandes retos como expone Fuentes (1999) [2] “…Los fenómenos de desarticulación de las
generaciones jóvenes en relación con la sociedad, de la pérdida de referentes,
de la violencia en diversas manifestaciones, se ven hoy como el más grande
desafío de los sistemas educativos, de los aparatos culturales y de las
sociedades…”.
Pensar en esa desarticulación en nuestra sociedad, que enfrenta el día a día arrastrando con una historia violenta y posterior a la firma de un acuerdo de Paz, hace que programas como Aulas en Paz (donde he aprendido a ser asesora) tomen verdadera relevancia en una escuela que debe refrescarse, una educación que requiere reevaluar sus objetivos y unos ciudadanos que necesitan ser formados para asumir modelos de convivencia efectivos y sostenibles. Para ello pensar al educador y su labor implica pensarse a si mismo como guía o asesor.
Por
los objetivos que se han trazado desde la educación y la labor de socialización
que a este sector le hemos delegado debemos comprender que le solicitamos respuestas
que van más allá de la sola tarea de transmitir conocimientos. El docente es un
elemento vital en virtud de la responsabilidad de que todos sus alumnos logren
los propósitos educativos en congruencia con las demandas éticas y sociales que
el medio les demanda.
Formar
habilidades sociales requiere necesariamente recurrir a modelos y estrategias
pedagógicas centradas en el “hacer”, estrategias significativas, prácticas y que
permitan que el conocimiento adquirido sea perdurable, dado que son
competencias para convivir y en ese sentido construir sociedades
justas para todos y mentalmente sanas. Requiere además de un docente consiente
de su rol formador y en búsqueda constante de su propia coherencia en el pensar,
sentir y accionar con las competencias que pretende potenciar en sus
estudiantes.
El
asesor pedagógico esta llamado al análisis de la figura del docente para
realizar un acompañamiento pertinente y con intenciones claras desde las
necesidades de los profesionales que orienta y para ello resulta útil la
aclaración que hace Esteban (2001) al exponer que el docente se desarrolla en
tres ámbitos:
Gestor
de Información: es decir que domine los conocimientos que
trasmite.
Guía
del proceso de enseñanza y aprendizaje: pues debe
saber cómo enseñar y a su vez debe saber cómo aprende cada estudiante.
Ser
un modelo a seguir: es decir permitirse ser representante
de los valores que transmite en un ambiente de aprendizaje que es
necesariamente social.
Poder acompañar al docente en el camino, implica necesariamente conocer el estado de su desarrollo en los tres ámbitos nombrados, así como poner de antemano sobre la mesa del docente esa mirada que se ha realizado. El aprendizaje y crecimiento de ese docente no podrá darse si no hay un dialogo igualitario, una concertación de pasos a seguir y un reconocimiento compasivo y consciente de sus esfuerzos, todo esto a fin de poner al docente en el centro mismo del acto de acompañamiento que se realiza.
Es decir acompañar al docente en su proceso de auto gestión y crecimiento personal y profesional es materializar la intención de ser compañía a su proceso y no de vehículo ni mapa... el docente solo llegará a ser lo que cree, quiere y se empeña por aprender, no lo que el asesor quiere que el docente sea. Y en esto último fallamos recurrentemente todos aquellos que poseemos una labor de facilitación de aprendizajes (incluidos los mismos docentes), toda vez que planeamos anticipadamente las acciones sin tener en cuenta el deseo mismo de aprendizaje del sujeto que acompañaremos o formaremos.
En todo caso, la sola conciencia sobre la trampa que el ego nos pone al querer moldear a un educando-aprendiz según la imagen que creemos que debe tener, es ya un paso hacía la utopía del aprendizaje como acto liberador.
[1] CULLEN, C. A. Crítica de
las razones de educar: temas de filosofía de la educación. Argentina: Paidós,
1997.
[2] FUENTES MOLINAR, O. “¿Es
posible enseñar valores?”, en Voces de la Educación. Educación y Ética: un
debate actual. Xalapa, Veracruz, año I, número 1, enero-junio 2000.
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